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Perro pastor

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Mi punto débil es el inconformismo. Apreciar los caminos y sopesar cuál puede ser el correcto. Cada uno de ellos me parece lleno de posibilidades infinitas, tan válido como cualquier otro, y en la encrucijada me quedo quieta, congelada, sin saber qué dirección tomar. No tengo necesidad de apostar por ello, aunque al afirmarlo peque de presuntuosa, pero estoy tan segura de que mis compañeras no se plantean ninguna de mis incógnitas; solo a veces se hacen las duras, las estúpidas cabezotas, dando la impresión de estar defendiendo, con su empeño, alguna idea.

 

A menudo insisten en caminar todas juntas en una única dirección, a pesar de los obstáculos que encuentran a su paso. Se apelmazan formando enjambres y quedan atrapadas en una marea inmóvil de fuerzas opuestas, una masa compacta compuesta por las que abandonan y las que siguen luchando a golpes por atravesar este muro, esa gran roca, o aquel tronco de árbol. Empujan y empujan lo que sea que les impide avanzar en línea recta, como si en cualquier momento, ante su insistencia, el objeto que supone tal impedimento fuera a moverse o a desintegrarse para abrirles paso. Finalmente, todas se dejan guiar por las indicaciones del amo y su perro. Al fin y al cabo, también eso termino haciendo yo.

 

Pido perdón por adelantado, mi débil sentido de la prosa a veces peca de repeticiones y pequeñas manías, contradicciones; pues mi instinto tozudo, insistente, de oveja, de vez en cuando hace su aparición y enturbia mis ideas base. Y entonces, al estilo de mis compañeras, me centro en el obstáculo y trato de atravesarlo a base de golpes y empelladas, pasar por el medio justo del problema y no por un lado, y ya no consigo salir de ahí y tengo que dar media vuelta y empezar de nuevo. Y, ¿ven? Lo acabo de hacer.

 

El año pasado murió el viejo perro pastor, el mayor apoyo del amo. Era un perro de aguas con ojos negros bonachones y pelo canoso y rizado, que contaba ya quince años y apenas podía tirar de su cuerpo, aunque se empeñaba en disimularlo. Respiraba asmático mucho antes de llegar a las cimas, de modo que el amo, por lástima, ya solo nos hacía subir a las colinas más bajas.

 

El viejo pastor murió trabajando una mañana de invierno no especialmente fría. El amo nos sacó temprano, como era su costumbre. Durante el ascenso, mi gran preocupación había sido la hierba; la nieve cubría las lomas y, desde hacía semanas, nos veíamos obligadas a buscar nuestro sustento escarbando entre las rocas. Casi siempre nuestro perro lo hacía por nosotras, no soportaba esperar a que decidiéramos cuál era el mejor lugar donde buscar. Siempre nos había tratado muy bien, jamás nos mordía fuerte, bastaban sus ladridos y un empujón de su hocico para que dejáramos de hacernos de rogar.

 

Aquella mañana hubo más suerte, nuestro perro había descubierto una pequeña cueva en la ladera, a la que no había llegado la nieve. Mis compañeras se apresuraron hacia el refugio. Yo me quedé un poco rezagada y pude ver al perro alejarse un poco y mirar hacia abajo, hacia la casa.

 

Mientras tanto, el amo intentaba poner orden allá dentro, en la cueva; las primeras en llegar se habían hecho las fuertes y no dejaban comer a las demás. El perro estaba ahora sentado y vigilaba desde lejos el rebaño, atento a lo que acertaba a ver del amo, que no era más que su brazo con el cayado en alto. En el barrido de su mirada, de vuelta hacia abajo, hacia la casa, reparó por un segundo en mí, pero no me hizo ninguna indicación para que entrara en la cueva. Eso me extrañó. Unos segundos después, se tumbó bruscamente y se dejó caer de lado, exhalando un ronquido sordo y largo.

 

A mi izquierda, oí el paso apresurado del amo que se aproximaba con el cayado en alto, dispuesto a hacerme entrar en la cueva con un toque, cuando reparó en los quejidos del viejo y corrió hacia él.

 

Todas sentimos su pérdida. Algunas simplemente hicieron el papel de plañideras por la inercia de ver llorar al amo, otras lo sentimos de verdad, por el perro y por nosotras mismas. Temíamos al nuevo pastor, temíamos que nos mordiera fuerte. Era improbable que fuera tan bueno como el viejo.

 

La noche en que el perro nuevo llegó con el amo, dormíamos ya en el establo. Nada más oír las ruedas de la furgoneta, abrí los ojos y miré por entre las rendijas de los listones de madera que conformaban la pared. Quería verle bien, confiaba ciegamente en la primera impresión como la auténtica y valiosa. Si era malvado, sus ojos lo dirían.

 

La noche en que el perro nuevo llegó con el amo se extendía azul fuera del establo; la única bombilla encendida sobre nuestras cabezas pendía, dorada y gorda, de un cable pelado que amenazaba con romperse desde hacía meses. Su tenue luz se veía eclipsada a intervalos por el zumbido de los insectos contra el cristal. Yo abrí los ojos en el momento justo en que pude oír las ruedas de la furgoneta crepitando sobre la hierba, seca por las heladas. Llegaba el amo y, con él, atado a su brazo por una cadena, el nuevo pastor.

 

El perro era joven, fuerte, de color negro, y sus movimientos eran ágiles, casi podría decirse que elegantes, propios de un perro bien adiestrado. El brillo de su pelo, a esas horas tan oscuras, era inquietantemente hermoso, como si toda su fisonomía se esforzara en ensalzar su porte. Todo lo contrario, como si no se esforzara en absoluto, como si su fisonomía hubiera sido creada de manera natural para marcar el terreno, para destacarle en una posición autoritaria desde el principio. Su silueta ilustraba a su paso una visión mágica, inolvidable, de instinto en estado puro, como ese vaivén terrorífico que oprime nuestras venas y nos hace imaginar la luna llena con sólo escuchar el aullido del lobo.

 

Sus ojos son lo más importante, pensé. Y los tenía claros.

 

El amo lo llevó hasta la que sería su caseta desde ese momento, la misma en la que había dormido el viejo pastor; pero no lo ató al poste, quería demostrarle que confiaba en él desde el principio. De lo que quizá no se había percatado el nuevo perro era del contrato tan serio que este gesto suponía; al decidir no atarle cuando aún no le conocía, cuando solo era un recién llegado, el amo daba por sentado que el perro estaría a la altura, que era digno de su confianza desde el mismo instante en que le escogió como nuevo guardián. De repente, que el perro no estuviera atado a ese poste significaba que estaba atado de por vida a él.

 

El amo nos apagó la luz.

 

La caseta estaba situada a escasos metros de una de las paredes del establo, en la parte exterior. Yo había seguido sus pasos hasta allí desde el interior y ahora me encontraba muy cerca. Aquella era la primera noche, quería observarle bien. Me tumbé allí mismo, sobre la paja tierna de aquella parte poco frecuentada por nosotras para dormir. Pude oír perfectamente su respiración tranquila y regular hasta que me quedé dormida.

 

La mañana siguiente amaneció verde y soleada en torno a la casa del amo, no recordaba un cielo tan despejado desde el otoño. Pero el ambiente era fresco, la nieve aún cubría las cimas y algunas laderas. De no ser por el aire que se había levantado al amanecer, la temperatura habría sido bastante agradable para los que, como yo, disfrutamos más un invierno frío que un verano sofocante; pero aquella mañana, el viento cortante elevaba bocanadas blancas de hielo que impedían respirar hondo. Mi mente enfocaba un sólo asunto: el comportamiento del perro. ¿Habría sido educado propiamente o se trataba de un joven novato y, por tanto, violento e impredecible? Supuse que muy pronto, esa misma jornada, lo sabríamos.

 

Pero entonces, aquel sol sobre la hierba, la nieve derretida en las laderas, las compañeras avanzando sin atropellos. Mis pulmones de oveja joven se hincharon de energía y sentí cómo en mi rostro inexpresivo se dibujaba una sonrisa sin objeto. Respiraba el aire helado y lo templaba en mi vientre, a cada paso cuesta arriba .

 

El perro nuevo mostraba serenidad en sus movimientos. Se presentaba una jornada fácil, había tenido suerte para ser su primer día.

 

No me crucé de cerca con él ni una sola vez, me había apresurado a asegurarme un buen lugar en el centro del rebaño. Como suponía, él estaría muy entretenido redirigiendo a las de los extremos para impresionar a su recién estrenado amo. El grupo me protegía de sus toques de hocico y sus ladridos. El centro es siempre el mejor lugar cuando aún no confías en el perro.

 

Cuando nos detuvimos a pastar, el perro se sentó erguido, en actitud reposada pero alerta, sin quitarnos la mirada de encima un solo momento. Sin duda, había recibido una excelente educación. El amo debía sentirse bastante orgulloso de su nueva adquisición porque ni siquiera le miraba ni le daba instrucciones.

 

La tarde transcurrió tranquila. Hubo visita en casa del amo. Podía oír risas, ruidos de platos y cubiertos, una leve música, un llanto de niño y luego un motor de coche alejándose hasta desaparecer; y, entonces, la respiración tranquila y regular del perro nuevo, hasta que me quedé dormida.

 

La mañana siguiente amaneció blanca y opaca, como si todas las nubes se hubieran fundido en una inmensa pista de patinaje sobre hielo celestial. Mi corazón se sacudió con un breve latido a destiempo, como asustado, pensé que mi instinto me estaba avisando de algo y deseé tener el poder de no pensar. Seguí al rebaño intentando mantener la mente tan blanca como aquel cielo.

 

Conforme ascendíamos, mis temores se vieron justificados, una densa niebla iba inundándolo todo. El perro nos guía, el perro nos guía, pensé, intentando tragar mi miedo con saliva. Vapor de agua, que cubres las rocas sobre las que camino, asciende y disuélvete para que pueda conocer mis próximos pasos. Es un canto que inventé y que recito ya siempre, de forma inconsciente pero sin descanso, cuando hay niebla.

 

Me resulta terrorífica, la niebla. Me impide saber hacia dónde debo ir a continuación, dónde está el resto del rebaño, o del camino; solo acierto a divisar los traseros, ojos y hocicos de mis compañeras, que aparecen y desaparecen ante mí, entre empujones y fundidos a blanco. Y todo es tan ciego y sordo y lanas.Vapor de agua, que cubres las rocas sobre las que camino, asciende y disuélvete para que pueda conocer mis próximos pasos. La tierra, negra en las laderas; la nieve, blanca en las cumbres, se va ensuciando bajo nuestras pisadas atolondradas. De vez en cuando, en el suelo, acierto a ver algunas rocas entre las gasas de humo, salpicadas aquí y allá, pezuñas nerviosas corretean en todas direcciones. Vapor de agua, que cubres las rocas sobre las que camino, asciende y disuélvete para que pueda conocer mis próximos pasos. Los ladridos del perro, en algún lugar cercano; los silbidos del amo, al fondo.

 

Y aquel día era tan densa, la niebla, especialmente compacta. Y el perro era nuevo.

 

De repente, eché tanto de menos al viejo, la tranquilidad que me transmitía el viejo, incluso en medio de la niebla. Deseé volver al establo para poder llorar a gusto por él, a solas. Pero entonces pensé que aquel velo blanco derramado en torno a mí, por todas partes, hacía las veces de aislante. En cierto modo, estaba sola allí, protegida de todas las miradas. Y unas lágrimas brotaron de mis mejillas sin remedio. Sentí flaquear mis patas. Vapor de agua, que cubres las rocas sobre las que camino, asciende y disuélvete para que pueda conocer mis próximos pasos. Entonces, un vacío emergió debajo de mí y me sentí caer.

 

 

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