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LAS LLAMAS FUTURAS

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Al amanecer del quinto lunes de marzo, Braulio Abrante abrió su ojo derecho y divisó, a través de su perfil borroso, el primer rayo de sol que se colaba por la persiana de madera. Había pasado la noche en blanco repasando una y otra vez de manera enfermiza y obsesiva los acontecimientos del día siguiente.

 

La noche anterior no había variado un ápice sus costumbres establecidas durante tantos años de vida en solitario. Primero la cena, luego la lectura durante una hora exacta, ni un minuto más ni un minuto menos, de un buen libro del momento y, después, las gafas y el libro con el separador de plata en la mesilla de noche, la ropa usada sobre la silla. Ya con el pijama puesto, se sucedía la ceremonia religiosa del aseo antes de dormir: los dientes cepillados durante dos minutos y cincuenta segundos, el pelo peinado hacia atrás cada dos noches para que no quedara aplastada la raya al día siguiente, la crema hidratante que usaba su difunta madre, aplicada en secreto en el rostro afeitado desde que una vez la probara de joven, pues estaba convencido de que el olor materno le ayudaba a conciliar el sueño. Con la ilusión de dormir del tirón, como siempre, aquella noche volvió a aplicarse el ungüento, pero por primera vez en los treinta y ocho años que llevaba utilizándolo, no le funcionó.

 

Tenía 56 años, era soltero y no había tenido hijos. Desde que muriera su madre, había vivido solo en la que siempre había sido su casa, un lindo apartamento en el barrio del Realejo, en un quinto piso de techos altos y cuatro balcones a la calle, dos para el amplio salón y uno más para cada habitación. Las ventanas de la cocina y el cuarto de baño daban a un patio interior cuadrado que proporcionaba una claridad más que aceptable, gracias a que el edificio sólo tenía un piso más por encima; aparte de la buhardilla del ático, que no proyectaba allí su sombra, pues ocupaba la parte occidental de la azotea.

 

A pesar de las apariencias, Braulio Abrante no era hombre de escasos amigos. Sabía defenderse con habilidad innata en sociedad, si bien sus relaciones no iban más allá de los convencionalismos y la reseña comentada de anécdotas, pues su disposición era reservada. Pero conservaba grandes amistades de cada época de su vida: la infancia, la adolescencia, la universidad y el trabajo. Tras varios años como becario había terminado el doctorado en Filosofía y Letras y se había labrado una reputación respetable en la facultad.

 

No sabía mucho de mujeres, aunque tuvo tres novias relevantes: dos compañeras de clase en sus años universitarios y una alumna aventajada en su primer año como profesor. Había perdido la cuenta de las que le duraron menos de un mes. Ninguna ley establecía los rigores de sus gustos atendiendo al patrón de sus inconciliables apariencias externas ni al de sus dispares formas de ser, pero todas tenían algo en común, nunca se había sentido más solo que cuando estaba desnudo con ellas en alguna cama, tradicional o improvisada.

 

Aquel cuarto domingo de marzo, Braulio Abrante se fue a la cama sosegado, con una única tristeza en el corazón, la de tener que despedirse del mundo sin haber sentido amor verdadero. Y fue el dolor desconsolado de la impotencia quien le obligó a pasar en vela su última noche.

 

Todo había sido dispuesto con gran celo para su partida. El proceso había comenzado hacía ya tres semanas, aunque la idea revoloteaba en sus sienes desde hacía años. No quería alimentar con su cadáver la tierra de sus antepasados, pues uno de sus secretos mejor guardados era su implacable odio a la humanidad, y los cementerios no eran para él más que una condena a morir para siempre rodeado de extraños. Así que, unos minutos después de tomar algunas pastillas más de las que hacen falta para no abrir los ojos nunca más, telefonearía a los bomberos para que acudieran a apagar las llamas futuras del incendio que asolaría su propia vivienda, pues no quería causar perjuicio alguno a los vecinos. Con los primeros amagos del sueño prendería las cortinas del salón y, si no se le ocurría nada mejor, se iría a la cama, aunque tampoco le preocupaba llegar a tiempo.

 

Todo estaba calculado. Ante la ausencia de hermanos o herederos, el desastre del piso no afectaría negativamente a ningún aspirante; más aún, había donado toda su fortuna a Pablito Rojas, compañero de lágrimas en la guardería, a modo de plus de antigüedad, en una carta manuscrita que llegaría a su domicilio al día siguiente, aclarando además que podía hacer uso de la herencia para rehabilitar el apartamento, si era de su agrado, como regalo para las próximas nupcias de su primogénita, Elena.

 

Nada le quedaba ya que decirle a nadie. Haciendo pleno uso de su asombrosa capacidad social, había tenido tiempo suficiente en esas tres semanas de expresar todo lo que le venía en gana sin dejar que las insólitas charlas distendidas con los amigos y los compañeros de la facultad o los impulsos de sinceridad abrasadora en las clases dieran un segundo que pensar al más avispado.

 

El primer rayo de sol de la mañana del ominoso lunes le trajo el recuerdo de su propósito y, por un momento, se cruzó en su mente la idea de un mañana. Entonces recordó su tristeza del corazón, la carta enviada a Pablito Rojas con sus últimos deseos, la soledad de su vida y la insignificancia del ser humano en el universo, y ya no hubo más dudas en su mente. Pero se permitió una última licencia, ya que tenía más de muerto que de vivo y él no sería quien contrariase la voluntad de un difunto. Tras vestirse con el traje más elegante de su ropero, el que guardaba para las ocasiones importantes, como la boda de Elena Rojas, para las que ya no le haría falta pues alcanzaba a adivinar la ausencia de pudor de la incorporeidad; se preparó su último desayuno con la paciencia de un santo mártir y la abundancia de la nobleza.

 

Cada sabor le estallaba en la lengua multiplicado en recuerdos, y todos eran de mujer. El zumo de naranjas siempre le traía a la memoria la imagen de su abuela, que las exprimía para él recién cortadas del naranjo del patio, en el chalet de los veranos de su infancia. El color del café evocaba a su madre, de luto amargo y ojeras eternas, recluida para siempre en aquella casa de postigos cerrados en las tardes de calor. Y el olor, las tardes de desamor y sudores en la cama de Córcega, su primera novia, loca e histérica, pero inteligente, entusiasta y bellísima, quien le había iniciado en el amor a todas las artes, más allá de su apreciada literatura, y le había enseñado a amarlas por separado, cada una con sus ventajas y limitaciones, como a una persona. Las tostadas, no podía evitarlo, una de paté y otra de mantequilla, como le gustaba combinarlas a Miranda, la nínfulamayor de edad que le había hecho perder el hilo de sus explicaciones con las miradas precoces de mujer fatal en su tercera jornada como profesor novato. Y por último, el cruasán con miel, que enloquecía a Luisa, su segundo amor y la más dulce de todas, que desde el principio le sometió a la condena de tratarle como a un hijo, a pesar de compartir edad.

 

Ninguna de ellas ni de las que vinieron antes, durante ni después, consiguieron aplacar su tristeza del corazón. Y, al igual que ellas, ese último desayuno no satisfizo el hambre de amor auténtico que le había carcomido las ganas de vivir.

 

Tras el último bocado, vertió sobre el mantel los botes de cristal con las píldoras del alivio infinito y mezcló sus tamaños y colores en el puño izquierdo, mientras tragaba sin pausa con ayuda del agua fresca y transparente, libre de recuerdos femeninos. Se levantó mareado de la silla, no tanto por el vértigo ante la proximidad del fin como por el miedo al dolor físico, que nunca había desestimado. Pero no lo hubo.

 

Había calculado milimétricamente el curso de los acontecimientos, el margen de tiempo a partir del cual surtirían efecto las pastillas, gracias a las indicaciones que hábilmente extrajo al doctor Rúa Casas, fiel amigo y consejero sin preguntas en asuntos de su profesión. La rapidez devoradora del fuego no falló en su eficacia. Pero ni él ni nadie hubieran podido imaginar la fuerza con que brotaron aquellas otras llamas, las que incendiaban de llanto el corazón de la cenicienta desconocida que a 3.897 kilómetros de distancia dejaba caer una lágrima del dolor más profundo al compás de la muerte de Braulio Abrante.

 

 

 

Garathea Ripoll soñaba desde muy niña con eventos que no había vivido ni viviría jamás. Tenía esa imaginación despierta de los soñadores crónicos que la hacían experimentar, sobre todo en las tardes, deseos irreductibles de abrir la puerta de su casa y contemplar que todo lo que había fuera: los edificios, los jardines, los vecinos, las plazas, había cambiado de aspecto. Deseaba a veces hallarse ante un desierto de arena, de piedras o de agua. Otras veces deseaba ocultarse en un tumulto de caras idénticas, donde poder dedicar el resto de su vida a encontrar alguna divergente. Pero lo que más le gustaba era el disparo de adrenalina que le causaban esas otras ocasiones en las que, al abrir la puerta y mirar fuera, nada había cambiado en la calle: los mismos vecinos, las mismas casas, la misma realidad. Disgustada por la desilusión, cerraba la puerta y se disponía a volver a su habitación. Entonces se daba cuenta. Todo era distinto allí dentro, ya no era su casa. Había también unas escaleras justo en el lugar donde solían estar para subir a los cuartos, pero ahora eran más anchas y luminosas, con escalones blancos y extensos, de dos pasos cada uno. Con ventanales inmensos en los descansillos y paredes correctamente encaladas.

 

Con el corazón latiéndole apresurado subía cada peldaño con curiosidad reprimida. Cuando sus ojos llegaban al nivel del piso superior, un pasillo enorme se abría ante ella. Un horizonte alfombrado de rojo oscuro con puertas a los lados, como en un hotel. Una habitación a la derecha, dos a la izquierda y una al fondo. La de la derecha era la suya. La segunda a la izquierda, la de sus padres. Y antes que ésta, un cuarto de baño. La puerta del fondo era nueva.

 

Extrañada, las primeras veces no se atrevía a acercarse demasiado. Corría a su cuarto aterrada de miedo y se encerraba en él. Ponía música y miraba por la ventana a los árboles del jardín hasta que se calmaba. Cuando volvía a salir de la habitación, la misteriosa puerta ya no estaba allí. En su lugar, el muro verde de siempre, con el bodegón arquetípico y el mueblecito de las toallas. En esos instantes se debatían dos sentimientos contradictorios en su mente. Por un lado, un gran alivio. Por otro, un gran arrepentimiento por no haber sido capaz de averiguar qué escondía aquella puerta.

 

No era habitual que sucediera este evento, pero con el tiempo aprendió a provocarlo con la frecuencia deseada.

 

Fue algo más de un año después de la primera aparición cuando se decidió a no dejar pasar más tiempo y abrir aquella senda impredecible. Tenía trece años.

 

Garathea Ripoll, a la que todos llamaban Gara, nunca había tenido miedo a hacer cosas atrevidas. Se la veía habitualmente con los chicos, y no porque no se entendiera con ellas, sino porque ellos la buscaban para proponerle retos. Conocían sus hazañas temerarias y utilizaban en su propio beneficio su flexibilidad y rapidez asombrosa para meterse en lugares recónditos o su habilidad para subir a los muros o a los árboles. Siempre ganaba las apuestas.

 

Pero Gara no era tan segura de sí misma como aparentaba en público. Cuando no tenía quien le riera las gracias, cuando nadie apostaba un céntimo por sus proezas, parecía desorientada y pensaba hasta diez veces lo que se suponía que debía hacer en cada situación. En solitario, los miedos eran tantos y había tantas posibilidades ante sí que se quedaba quieta y en silencio, sin tomar ninguna determinación, hasta que el gorgoteo de su cerebro indeciso se daba por vencido. Atribuía fríamente este hecho a la falta de unos padres estrictos, pues la educación que había la puerta al fondo, no podía respirar más agitadamente. Al borde del colapso nervioso, subió los escalones a zancadas y no paró de correr hasta quedarse a un par de centímetros de la pared donde antes terminaba el piso superior.

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